REFERENCIA LITERARIA
MI CUERPO UTÓPICO de Michel Foucault
"Mi cuerpo, implacable utopía"
Desde que abro los ojos, me es
imposible escapar a ese lugar que dulce, ansiosamente, Proust habita en cada
despertar. Y no es porque a causa de él me encuentre anclado en donde estoy,
pues, después de todo, no sólo puedo moverme y removerme, sino que también
puedo removerlo a él, moverlo, cambiarlo de lugar. Pero he aquí que no puedo
desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para yo irme por otro
lado. Puedo ir al fin del mundo, puedo esconderme por la mañana bajo las
cobijas, hacerme tan pequeño como me sea posible, puedo dejarme derretir bajo
el sol en la playa: él siempre estará allí donde yo estoy; siempre está irremediablemente
aquí, jamás en otro lado. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello
que nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el pequeño fragmento
de espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi cuerpo, implacable utopía.
Las utopías que borran el cuerpo
¿Y si por casualidad viviera yo
en una especie de familiaridad desgastada, como con una sombra, como con esas
cosas de todos los días que finalmente ya no veo y que la vida ha tornado en
grisallas? ¿Como con esas chimeneas, esos techos que se aborregan cada noche
frente a mi ventana pero que cada mañana son la misma presencia, la misma
herida...? Frente a mis ojos se dibuja la imagen inevitable que impone el
espejo: cara demacrada, hombros curvados, mirada miope, ya sin cabello, verdaderamente
nada guapo. Y es en esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja que no me
gusta que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla que habrá
que hablar, mirar, ser mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo es el
lugar al que estoy condenado sin recurso.
Yo creo que, después de todo, es
contra él y como para borrarlo que se concibieron todas esas utopías. El
prestigio de la utopía, su belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben?
La utopía es un lugar fuera de todo lugar, pero es un lugar en donde habré de
tener un cuerpo sin cuerpo; un cuerpo que será bello, límpido, transparente,
luminoso, veloz, de una potencia colosal, con duración infinita, desatado,
protegido, siempre transfigurado. Y es
muy probable que la utopía primera, aquella que es más difícil de desarraigar del corazón de los
hombres sea precisamente la
utopía de un cuerpo incorporal. El país de las hadas, el país de los duendes,
de los genios, de los magos, pues bien, es el país en el que los cuerpos se
transportan tan rápido como la luz, es el país maravilloso en el que las
heridas se curan instantáneamente con un bálsamo maravilloso; el país en el que
uno puede caer desde una montaña y levantarse vivo; es el país en el que uno es
invisible cuando quiere, y visible cuando así lo desea.
Si existe un país maravilloso es,
claro está, para que en él yo sea príncipe azul, y que todos los lindos gomosos
se vuelvan feos y peludos como puercoespines.
También hay una utopía diseñada
para borrar al cuerpo. Y esa utopía es el país de los muertos; son las grandes
ciudades utópicas que nos legó la civilización egipcia. Las momias, después de todo, ¿qué son? Pues bien, son la utopía del cuerpo negado y
transfigurado; la momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. Están también las
máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre el rostro de los reyes
difuntos: utopías de sus cuerpos gloriosos, solares, terror de los ejércitos.
Están las pinturas y las esculturas de las tumbas, las estatuas de las iglesias
que después de la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que jamás
pasará. En nuestros días, están esos simples cubos de mármol, cuerpos
geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas que destacan sobre el
gran marco negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos,
he aquí que mi cuerpo deviene sólido como una cosa, eterno como un dios.
Pero probablemente sea el gran
mito del alma el que desde lo más lejano de la historia occidental nos ha
proporcionado la más obstinada, la más potente de esas utopías mediante las
cuales borramos la triste topología del cuerpo. El alma funciona en mi cuerpo
de una manera verdaderamente maravillosa: está albergada en él, por supuesto,
pero sabe bien cómo escaparse; y se escapa para ver las cosas a través de la
ventana de mis ojos; se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando
muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo
caso nada bello, llegara a ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna
potencia, habrá mil gestos sagrados que la reestablecerán en su pureza
primigenia.
Durará mucho tiempo, mi alma, y
más que mucho tiempo, cuando mi viejo cuerpo se vaya a pudrir. ¡Viva mi alma!
Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco, es mi
cuerpo liso, castrado, redondo como una burbuja de jabón.
Y así es como mi cuerpo, en
virtud de todas esas utopías, ha desaparecido.
Desapareció como la flama de una
vela a la que se le sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas han
echado mano sobre él, lo han hecho desaparecer en un parpadeo, han soplado
sobre su pesantez, su fealdad, y me lo han restituido deslumbrante y eterno.
El cuerpo y sus recursos propios de fantasía
Pero, a decir verdad, mi cuerpo
no se deja reducir tan fácilmente. Después de todo, él tiene sus propios
recursos de fantasía: también posee lugares sin lugar, y lugares más profundos,
aun más obstinados que el alma, que la tumba, que los encantamientos de los
magos; tiene sus sótanos y sus graneros, sus superficies luminosas. Mi cabeza,
por ejemplo: ¡qué extraña caverna abierta hacia el mundo exterior por dos
ventanas, dos aperturas! - de eso estoy seguro puesto que las veo en el espejo,
y además puedo cerrar una u otra separadamente-; y sin embargo, no hay dos
ventanas sino sólo una, puesto que frente a mí veo un paisaje único, continuo,
sin barreras ni separaciones. Y ¿cómo es que suceden las cosas en esa cabeza?
Pues bien, las cosas vienen a acomodarse en ella; entran en ella, y de eso
estoy seguro, puesto que cuando el sol es demasiado fuerte me deslumbra, va a
desgarrar el fondo de mi cerebro. Y no obstante, esas cosas que entran en mi
cabeza permanecen claramente en su exterior, dado que las veo delante de mí, y para
alcanzarlas debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo
penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado, cuerpo utópico. Cuerpo en cierto
sentido absolutamente visible: sé muy bien lo que es ser escrutado por alguien
de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por
encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar
desnudo. Y sin embargo, ese cuerpo que resulta tan visible me es retirado, está
atrapado en una especie de invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este
cráneo, esta espalda que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el
diván cuando estoy acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del
ardid del espejo... ¿qué es esta espalda cuyos movimientos y posiciones conozco
perfectamente, pero que no puedo ver sin contorsionarme horriblemente?
El cuerpo, fantasma que sólo
aparece en los espejismos del espejo, y además de manera fragmentaria. ¿De
verdad tengo necesidad de los genios y de las hadas, de la muerte y del alma
para ser a la vez e indisociablemente visible e invisible? Y además, este
cuerpo es ligero, transparente, imponderable; nada más alejado de una cosa que
él, que corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas
mis intenciones.
Ciertamente, pero sólo hasta el
día en el que algo me duele, en el que se ensancha la caverna de mi vientre, en
el que mi pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se llenan de topos,
hasta el día en el que estalla en mi boca el dolor de muelas; entonces, ahí sí,
dejo de ser ligero, imponderable, etc., y me vuelvo cosa, arquitectura
fantástica y ruinosa. No, verdaderamente, no hay necesidad de magia ni de
encantamiento, no hay necesidad ni de un alma ni de una muerte para que yo sea
a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que yo
sea una utopía, basta que sea un cuerpo.
Todas esas utopías mediante las
cuales esquivaba mi cuerpo, pues bien, simplemente tenían por modelo y punto
primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi cuerpo mismo. Estaba muy
equivocado anteriormente al decir que las utopías estaban dirigidas contra el
cuerpo y destinadas a borrarlo: las utopías nacieron del cuerpo mismo y se
voltearon después contra él.
El cuerpo, actor principal de todas las utopías
En todo caso, hay algo seguro: el
cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una
de las más viejas utopías que los hombres se hayan contado a sí mismos, ¿acaso
no es el sueño de los cuerpos inmensos, desmesurados, que devoran el espacio y
dominan el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes que encontramos en el
corazón de tantas leyendas en Europa, África, Oceanía, Asia; esa vieja leyenda
que durante tanto tiempo ha alimentado la imaginación occidental, de Prometeo a
Gulliver.
El cuerpo también es un gran
actor utópico cuando se trata de máscaras, del maquillaje y de los tatuajes.
Enmascararse, tatuarse, no es, como podríamos imaginarlo, adquirir otro cuerpo,
simplemente un poco más hermoso, mejor decorado, o que se reconoce con mayor
facilidad; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda otra cosa: es hacer
entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La
máscara, el signo tatuado, el afeite, depositan sobre el cuerpo todo un
lenguaje, todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto,
sagrado, que invoca sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, la potencia
sorda de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite
sitúan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene
ningún lugar directamente en el mundo; hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio
imaginario que se va a comunicar con el universo de las divinidades o con el
universo de los demás. Uno será poseído por los dioses, poseído por la persona
que acaba de seducir. En todo caso, la máscara, el tatuaje, el afeite, son
operaciones mediante las cuales el cuerpo es arrancado de su espacio propio y
proyectado en otro espacio.
Escuchen por ejemplo este cuento
japonés, y la manera en la que un artista del tatuaje hace que la joven mujer
que desea transite hacia otro universo que no es el nuestro:
“El sol lanzaba sus rayos como
dardos sobre el río e incendiaba la habitación de los siete tapetes. Sus rayos,
reflejados en la superficie del agua, imprimían sobre el papel de los biombos,
y también sobre el rostro de la muchacha profundamente dormida, un dibujo de
olas doradas. Zeikishi, después de haber jalado los canceles, tomó sus
instrumentos de tatuaje.
Durante algunos instantes,
permaneció abismado en una especie de éxtasis.
No era sino entonces que
saboreaba la extraña belleza de la joven muchacha. Le parecía que podía
permanecer sentado frente a ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de
años sin jamás sentir fatiga o aburrimiento alguno. Del mismo modo que otrora
el pueblo de Menfis embellecía la magnífica tierra de Egipto con pirámides y
esfinges, Zeikishi deseaba embellecer amorosamente con su dibujo la fresca piel
de la joven muchacha. Le aplicó la punta de sus pinceles de colores que
sostenía entre el pulgar, el anular y el meñique de la mano izquierda, y a
medida que las líneas se dibujaban las picaba con su aguja, que sostenía con la
mano derecha”.
Y si pensamos que el vestido
profano o sagrado, religioso o civil, hace entrar al individuo en el espacio
cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces vemos
que todo aquello que es relativo al cuerpo, dibujo, color, diadema, tiara,
vestimenta, uniforme, todo eso hace florecer de una forma sensible y abigarrada
las utopías que están selladas en el cuerpo. Pero quizás habría que ir más
abajo del vestido; quizás habría que alcanzar la carne misma, y entonces
veríamos que en ciertos casos, prácticamente es el cuerpo mismo quien voltea
contra sí su poder utópico y hace que todo el espacio de lo religioso y lo
sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, entre
en el espacio que le está reservado. Entonces el cuerpo, en su materialidad, en
su carnalidad, sería como el producto de sus propios fantasmas. Después de
todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no se encuentra precisamente dilatado según
un espacio que le es a la vez interior y exterior? ¿Y los que están drogados también?
¿Y los poseídos, cuyo cuerpo deviene infierno, cuyo cuerpo deviene sufrimiento,
redención, paraíso sangriento? Fui verdaderamente torpe, hace un rato, al creer
que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí y que se oponía a
toda utopía.
Mi cuerpo está siempre en otra parte
Mi cuerpo, de hecho, está siempre
en otra parte, vinculado con todos los allá que hay en el mundo; y, a decir
verdad, está en otro lugar que no es precisamente el mundo, pues es alrededor
de él que están dispuestas las cosas; es en relación a él, como si se tratara
de un soberano, que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un
delante, un detrás, un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del mundo,
allí donde los caminos y los espacios se encuentran. El cuerpo no está en
ninguna parte: está en el corazón del mundo, en ese pequeño núcleo utópico a
partir del cual sueño, hablo, avanzo, percibo las cosas en su lugar, y también
las niego en virtud del poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo
es como la Ciudad del Sol: no tiene lugar, pero a partir de él surgen e
irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan
mucho tiempo en llegar a saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más
de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades,
orificios, y todo ello sólo se organiza, literalmente toma cuerpo, en la imagen
del espejo. De manera aun más extraña, los griegos de Homero no tenían palabra
alguna para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a
Troya, bajo los muros resguardados por Héctor y sus compañeros, no había cuerpos:
había brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos relucientes
sobre las cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir cuerpo sólo
aparece en Homero para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese mismo
cadáver y el espejo los que nos enseñan, o en todo caso los que respectivamente
enseñaron a los griegos y enseñan a los niños ahora que tenemos un cuerpo, que
ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese
contorno hay espesor, un peso, en resumen que el cuerpo ocupa un lugar. Son el
espejo y el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y
originariamente utópica del cuerpo; son el espejo y el cadáver los que acallan,
apaciguan y encierran dentro de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia
utópica que desvencija y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias
a ellos, gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple utopía.
Ahora que si pensamos que la imagen del espejo se halla en un lugar inaccesible
para nosotros, y que nunca podremos estar allí donde está nuestro cadáver; si
pensamos que el espejo y el cadáver están ellos mismos en una lejanía
inexpugnable, entonces descubrimos que la utopía profunda y soberana de nuestro
cuerpo sólo puede estar oculta y ser clausurada mediante otras utopías.
Quizás valdría decir que hacer el
amor implica sentir que el cuerpo propio se cierra sobre sí mismo, que por fin
se existe fuera de toda utopía con toda la densidad de uno entre las manos del
otro: bajo los dedos del otro que te recorren, tu cuerpo adquiere una
existencia; contra los labios del otro tus labios devienen sensibles; delante de
sus ojos entrecerrados nuestro rostro adquiere una certidumbre y hay, por fin,
una mirada para ver tus pupilas cerradas. Al igual que el espejo y que la
muerte, el amor también apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma,
la encierra en algo así como una caja que después sella y clausura; es por eso
que el amor es tan cercano pariente de la ilusión del espejo y de la amenaza de
la muerte. Y, si a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos gusta tanto hacer
el amor, es porque cuando se hace el amor el cuerpo está aquí.
Comentarios
Publicar un comentario